La tradición de los Reyes Magos es, como fiesta, una de las invenciones de mayor éxito de la religión en el ámbito mediterráneo. Nada de la tradición es seguro, pero cuando una creencia se consolida es difícil echarla a un lado o rehacerla.
En este día tan feliz para los más pequeños, las gentes de aire destartalado pasean entre mujeres y hombres del pueblo sin que nadie pierda el tiempo en indignarse con el color de su piel, el deseo de ver la cabalgata y sus costumbres amasadas a lo largo de los tiempos.
Las madres asaltadas por los niños son una lección de paciencia. Perder el tiempo está bien, pero conviene elegir los motivos. No es lo mismo un ataque de cólera que un cielo desteñido en rojo, deshilvanado en matices, con la complicidad de alguna nube lejana.
La tarde de este 5 de enero, cae como una herencia, igual que un esplendor fatigado, mientras el horizonte parece dispuesto a demostrar la existencia de algún niño despistado. Vi a mucha gente cuidar en alegría el espectáculo natural de la comitiva, el cielo y los caramelos disparados por las manos de los Reyes. Cuando el sol se hundió por fin en el infinito, los rezagados empezaron a aplaudir. Merece la pena tomar en serio los aplausos de los montehermoseños.
Como carezco de extremidades religiosas, la plenitud del momento no supone para mí un testimonio de la divinidad.
Cuando era un niño iba fervientemente a ver la cabalgata, porque solía pasar cerca de mi casa y veía la algarabía de música y bullicio que dejó de interesarme desde que mis hijos crecieron y los años empezaron a dolerme como una artrosis de nostalgia. Después la Navidad se convirtió en una punzada de ausencias que mal remediaban mis hijos acogiéndome en mesas muy abigarradas de parientes entre los que no dejaba de sentirse intruso.
Cuando tuve sobrinos traté de recobrar en ellos parte de la zozobra ilusionada que había sacudido tantas noches de magia, pero me faltaba la expectativa alborozada de la víspera, el temblor nervioso de los niños a la hora de acostarse, mi propio júbilo paternal al subir sin ruido al trastero por los juguetes y desplegarlos en el salón como una gozosa panoplia de sueños.
Por eso cuando se cambió el trazado del desfile y leí en la prensa que los Reyes pasarían justo bajo mi balcón me faltó tiempo para invitar a mis hijos a ver la comitiva con la prole de sobrinos, y preparé un jolgorio de merienda y globos en el que invertí el candor liminal de los viejos tiempos buscando atajos para correr al encuentro de mi propia memoria.
Aquella mañana regresé cargado de paquetes cuando topé con un incidente que le enfrió la alegría con un jarro de helada derrota. Unos policías locales estaban desalojando con muy malos modos al mendigo barbudo que acostumbraba a refugiarse en el chaflán de una lujosa tienda vecina, un tipo borrachín y algo burlón que arrastraba su andrajoso equipaje en un carrito de supermercado, y al que yo le suministraba de vez en cuando víveres con una lejana complicidad de soledades.
Traté de interceder ante los guardias y se armó un bronco rifirrafe en el que lo acabaron zarandeándome por entrometerme en lo que los agentes llamaron la limpieza del barrio para la Cabalgata, un término que me molestó sobremanera y me dejó un poso de amargura que no logré sosegar la agradecida mirada que el hombre me lanzó al soslayo mientras se retiraba empujando su liviano armario de orfandades.
rato de borrar aquella ácida pesadumbre que se me rebelaba en las entrañas antes de que llegara su familia con el alboroto de la chiquillería, pero cuando aparecieron los heraldos entre un fragor de tambores, luces y serpentinas no pude evitar bajar la mirada hasta la esquina en que solía dormir el indigente expulsado, donde ahora se agolpaba una tropa de muchachos gritones, y la sonrisa que lucía para mi gente, se congeló bajo la vaga picadura de una cosquilla de desconsuelo.
El cortejo transitó ante nuestros ojos con un esplendor de oropeles que me transportó más allá de la madurez hasta los recovecos de la infancia, mientras los niños correteaban entre mis piernas buscando los caramelos que volaban hasta los balcones, y por un momento sentí una cierta plenitud que abarcaba todos mis recuerdos y las etapas del hombre que había sido.
En esa dulce burbuja del tiempo llegué incluso a sentir a mi lado la sonrisa de mi madre perdida, reflejada en un espejo de añoranzas, y la estaba evocando como si desenvolviese un regalo cuando pasó saludándole con la mano el Rey Gaspar, en cuyo rostro orlado de falso algodón creí reconocer el guiño pícaro y cómplice del vagabundo que derramaba golosinas sobre un chaflán abarrotado.