A veces tengo miedo. No tengo miedo de las células siempre confundidas de mi cuerpo. Ni siquiera tengo miedo de la noche cargada de puñales, ni de las grietas de los muros, ni de esas olas más grandes que las otras que nos tragarán en plena siesta, ni de la súbita erupción de los volcanes bajo cuyas laderas enfriadas alguien edificó su casa.
Tengo miedo de los vándalos que andan sueltos por las calles de MONTEHERMOSO, que van quemando contenedores una noche y no sé que harán en las próximas madrugadas, cuando estemos descansando tranquilamente en nuestras casas. Y todo porque cuando ese apocalipsis llegue, estaré en el lugar de la víctima y no en el del verdugo. El mundo de los incontrolados se encuentra en el interior de las cárceles, ahí donde cada día son más los presos que a pesar de haber quemado contenedores, consideran que el culpable último no es el penado sino la sociedad que no les entiende.
Y es que doy vueltas, en estos días, a un intemporal dilema: ¿qué es peor, un pirómano de contenedores o un inconsciente? La evocación de todo lo que está ocurriendo, induce al vómito.
No me importa demasiado que el pirómano de contenedores tenga el coeficiente intelectual de una piedra. Doy por supuesto que, de no ser así, hubiera dedicado su vida a cosas más interesantes. También los contenedores tienen derecho a la existencia y a no ser quemados para que puedan cumplir su función social.
Por lo tanto, reclamo una sola compensación: pillar a los responsables y que paguen correctamente su osadía. Va a ser una justicia prodigiosa. Lamentable, la secuencia de nuestros recuerdos desagradables: llamas en los contenedores, pardillos por pensar que son unos chicos inofensivos, necios por no poner los medios adecuados para que no se vuelva a repetir...