En aquella noche vacía de tinieblas, casi nadie miraba al cielo para ver si le daba por seguir lloviendo para llenar pantanos y calmar el ansia de agua de las tierras: eran eneros de caminos helados, trenes retrasados y bidones de estraperlo, había un hueco para que los Reyes Magos pudiesen llegar con un rompecabezas o el juego del Palé y, quizá porque eran más jóvenes, nunca se equivocaban.

Enero abre sus puertas, da paso a un tiempo abierto en el que escribiremos día a día nuestra historia. El de los cambios y las transiciones, el de los comienzos y los finales, el del pasado y el porvenir, el que mira a oriente, por donde sale el Sol, y a poniente, por donde el Sol se esconde. Enero es tiempo de esperanza, es un vuelta a empezar con la posibilidad de no volver a meter la pata en las mismas cosas que el año anterior, de iniciar la andadura más sabios. Y para que todo sea más fácil, la luz, que se había ido apagando hasta hacer que los días fueran diminutos, empieza a crecer y a crecer, anunciando que en febrero florecerán los almendros y que, aunque a veces parezca imposible, llegará la primavera. 

Enero es el mes de la decisión y la tenacidad, por eso su signo es una cabra saltarina que escala los obstáculos sin arrugarse. En fin, un año más se extiende ante nosotros blanco e impecable como un cuaderno nuevo. Hago recuento de daños de los gazapos que fui tejiendo tercamente durante el año anterior, respiro hondo para darme ánimos, paso página a los errores, y decido ser esta vez más espabilado, más listo, mejor, y emprender el camino ilusionado. Siempre está ahí la posibilidad de volver a empezar. 

Enero recorre la ciudad en un desfile de abrigos y bufandas, y el andar de unos pasos apurados marca el ritmo en la cadencia del invierno. El frío desciende desde el rostro hasta los pies, como la luz de la tarde, que se desliza con suavidad por la fachada de los edificios. Luz que se escurre en los balcones y llega a las aceras, hasta posarse en los parabrisas empañados de los coches. El sol se refleja en las ventanas y proyecta los matices de un otoño que se fue. 

El frío de estas fechas ha sido, desde siempre, el mejor anfitrión. Invita a quedarse en casa y, por supuesto, a recibir visitas. Sin prisa, sin pausa, el clima desnuda a los árboles mientras viste el aire de Montehermoso, que viaja con destino a la última estación del año ofreciendo sus bondades, seduciendo a los enamorados. 

Ya digo, la lluvia y la cuesta de enero, dos leyendas urbanas que son sólo recuerdo.